Su sabor es dulce, pero sus consecuencias para nuestra salud más bien amargas. Existe en nosotros una apetencia innata hacia el sabor dulce, hecho que podemos observar en la reacción de un bebé cuando se le da algo dulce. Y es que las glándulas mamarias segregan al principio de la lactancia los llamados calostros, que gracias a su riqueza en lactosa su sabor es dulce, hecho que estimula al recién nacido al acto de mamar.
Este hecho no pasa inadvertido para la industria alimentaria que al añadir azúcar a sus productos, sabe que se venderán mejor. Por ello, nos encontramos de forma masiva en el mercado este elemento enmascarado bajo diversos nombres, como dextrosa, levulosa, fructosa, jarabe de glucosa, maltodextrina... en multitud de alimentos manipulados o preparados, como es el caso de los refrescos, mermeladas, helados, yogures, ketchup, mayonesa, salsas. etc. Todo esto ha provocado un impacto inmensamente negativo en nuestra salud.
Un alimento endulzado sacia inmediatamente la sensación de hambre, pero la segregación de insulina que produce termina por provocar una hipoglucemia reactiva, por lo que al poco tiempo, volvemos a tener hambre.
El azúcar, al fin y al cabo, es un producto aislado, parcial y desequilibrado que no contiene vitaminas ni minerales, así como tampoco antioxidantes. Tan sólo nos aporta al organismo calorías vacías, con la negativa añadidura de que para poder ser metabolizado precisa vitaminas y minerales (sobre todo vitamina B1 y calcio).
Además, repercute en el sistema nervioso y óseo, favorece la caries dental, empeora obviamente al enfermo diabético, aumenta la obesidad, los triglicéridos....
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